El cambio.
No recuerdo sentirme nerviosa. Como si ya lo hubiera hecho
antes cientos de veces, despedirme, comprobar que el escalón estaba subido,
colocar los espejos.
Mi familia luchaba por contener las lágrimas, mi abuela
también estaba allí sin entender muy bien qué era lo que estábamos haciendo. He
intentado explicárselo varias veces creo que es algo que su mente no puede
comprender. Dejar un trabajo, uno seguro como dice ella, irte de casa al
extranjero y no por necesidad. Al menos no por la que suele ser.
Otra necesidad, más profunda, de ver qué más hay. Fuera.
Dentro. Qué alternativas existen y, sino existen, construir una. Lo había
contado tantas veces que parecía que ya hubiera empezado.
“¿Se nos olvida algo?” Ooobvio que se nos olvidaba algo,
pero no importaba. No sabíamos dónde haríamos la primera noche, lo único que
teníamos claro es que en dos días teníamos que estar en BCN, pues en un momento de subidón compré entradas para ver a José González.
Ya no sólo iba a ser parte de la banda sonora del viaje, sino que marcaba su inicio.
Era lo único que teníamos seguro.
Ya no sólo iba a ser parte de la banda sonora del viaje, sino que marcaba su inicio.
Era lo único que teníamos seguro.
Yo me había puesto mala la noche anterior, pero llevaba
medicamentos suficientes para hacer otra temporada de Breaking Bad y estaba
dispuesta a disfrutar cada momento.
Comenzaba Rutopía.
Los primeros días de Barcelona fueron muy bonitos… pero
extraños. Raros comparados con la vida que habíamos comenzado a vivir. Quedamos
con amigos (en especial gracias Vane y Stif por convertir unas cañas en
desayuno), fuimos a tomar cañas y a cenar, a un concierto; parecía el clásico
puente de mayo que disfrutas sabiendo que el lunes tendrás que volver al
trabajo. Pero ya no teníamos trabajo, sino un presupuesto por mes y sabíamos
que todas esas “comodidades” tendrían que reducirse si queríamos conseguirlo y
nada de lo que habíamos hecho, incluido el camping, encajaba en él.
Pero poco a poco nuestro mundo fue cambiando. Reemplazamos
las salas de auditorios por plazas al aire libre en el festival de Blues de
Cerdanyola, hicimos la primera compra en el mercado de la ciudad y aprendimos a
gestionar una despensa de 50cm


Descubrimos también los desayunos lentos, preparados con
amor cómo suelen decir las madres. Las
comidas ricas, esas en las que lo único que necesitas echar es tiempo. A llegar
en bici a cualquier sitio (y que googlemaps se basó en el promedio de Induráin para calcular distancias). Empezamos a ver que no era tanta locura vivir
en estos 5 metros, que la convivencia era cada vez mejor, y que llevar un
lavavajillas pequeño fue una gran idea.
Porque también aprendimos a gestionar el agua, dándonos cuenta
de la locura de litros que “necesitamos” para el día a día. A controlar el gas,
porque ya no llegaba sólo con pagar una factura. Y descubrimos las goteras… muy
de cerca. Tres veces, hasta que Alex acabó con
ellas.
Un día entero lo dedicamos sólo eso, con
muchos “¿qué estamos haciendo?” y pocos “todo saldrá bien”; pero, como si el
universo no quisiera desalentarnos, al día siguiente descubrimos un sitio
mágico en Barcelona que muy pocos conocen.
Mi realidad estaba
cambiando, se fundía con todos esos artículos que leía acerca del #zerowaste y
#greenlife; desaprendía cada día, retándome y dejando las cosas fluir, a
convivir con la incertidumbre y disfrutar de ella.
Estaba en casa.
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